En medio de un bochorno infernal, con gotitas de sudor resbalando por mi frente, me encontraba a casi las 2 de la mañana (mal)sentada en mi cama deshecha, con los auriculares escupiendo alguna clase de música de esa que no me gusta pero que destroza los tímpanos como ninguna, mirando la pared verde a media luz, apurando los últimos sorbos de mi famosa botella de granadina (pienso que no debía estar tan enganchada como creía si la acabo ahora.. mmm...) y cavilando acerca de cuestiones personales llevadas a la generalidad humana...
No sabría decir si fue cosa del exceso de glucosa en sangre, de la inspiración divina o, simplemente, había llegado a una especie estado de letargo zen pero, de pronto, estaba en paz.
No esa paz superficial, sino la que viene tras haber reflexionado de verdad acerca de las cosas que realmente te importan. La que llega cuando tu mundo está en orden (aunque sólo sea por un momento).
Y así es como dormí, por primera vez en siglos, nada más apoyar la cabeza en mi bien-odiada almohada. Bendita granadina (Dios la tenga en su gloria...).